sábado, 13 de marzo de 2010

De toda palabra que intenta formularse en mi boca o bajo mi mano, aquella por la que siento tanto horror y abominación me gustaría saberla de memoria. Reconozco mi impotencia y dejo que se escabulla. No puedo contenerla. He comprometido mi temperamento a cazarla. Sorbo cada instante que le presiento. Puede llevar días completos su sensación y desaparecer cuando creo tener mayor conciencia. Mirando cómo se ata a un árbol, supongo que se hace presente y no sólo para mi. Mirando con desagrado la escena, sé que sus pies no tocan la tierra, que vuela con gran decisión por sobre nuestras certezas.

martes, 23 de febrero de 2010

Mi voz crece particular a partir de una incontenible presencia de mi sí mismo. Debo reconocer que lo que intenta es hacerse de un lugar para proclamar. Me cuesta tanto prestarle atención pues detesto las voces consagradas. Para mi no existe más que lo que no prevalece.

lunes, 22 de febrero de 2010

Odio que suene el teléfono. Tanto como cuando no deseo ser recibido. Tal es mi preocupación cuando suena. Siempre es mal presagio. Cualquiera podría recomendar desconectarlo o cancelar la línea. No obstante, nunca he podido dejar de pagarlo. Creo que mi terror ha nacido a partir de una serie de llamadas extrañas. De ninguna manera las atribuyo al azar. Siempre sé distinguir el sonido alterado de su particularidad. Aún siendo que las identifico, tengo que atenderlas. A ninguna le he regalo una pizca de mi voz. Sólo escucho aquella inalterable respiración que aguza detrás de mis ojos y que espera le alabe. Puede que sea sólo un síntoma de mi enclaustramiento. Podría suceder que ni siquiera existan llamadas, teléfono y malos presagios. Aún así, he pedido a la compañía me ayude a localizar el número y la identidad de quién supongo me molesta. No pienso visitarle, sino estar en condición de molestarlo de la misma manera. Me supongo, al pensar en tener la oportunidad de contactarlo, que la compañía comenzó con esa interminable red de llamadas ciegas y mudas y que todo ello no es más que una campaña desesperada antes de su bancarrota.

domingo, 14 de febrero de 2010


¿por qué, después de todo, te llamo, si no sé nada de ti, más que tu ambigua vacilación entre la nada y la existencia?
Giorgio Manganelli


Mi reloj marca una hora distinta de la que da aquel en el comedor. Sin preocuparme, acepto la distante realidad. De toda forma no me apetece concretar nada. Tal vez sea una imprudencia, tal como viene siendo pensarte sin siquiera haberte visto. Ya existencia, ya soltura de las letras, parece más un juego infecto que una motivación propicia. Michon dice que el mundo no precisa prosa. Tal vez la irrealidad sí. Como en aquellas disímiles andanzas de Artaud concentrando su genio en la irreversible contienda no-lengual. Es por ello que me atrevo a tratar de exteriorizarte, saber que puede estar sucediendo en mi sin tenerte. No musa, no pequeña revoltosa. Algo más terrenal, algo cercano y ni tan misterioso. No sé, pero totalmente descreo de mi.

lunes, 8 de febrero de 2010

domingo, 7 de febrero de 2010

Cuando leí Eleutheria de Beckett aún me sorprendía la facultad para decidir la inmovilidad ante todo. Aún me sorprendía que pudiese ser una manifestación en contra de la enajenación desde la misma raíz. La última voluntad de Victor Krap es resistirse a salir de su cuarto. No absurdo, no existencialismo, sino una declaración de incompetencia. No existencialismo, bastante si de mediocridad. Tanta y tan opresora que acabé tullido junto a Krap, alucinando igualmente. Igualmente incompetente. Con la imposibilidad siquiera para declarar lo que me preocupaba. Cayendo en un vórtice indecible. Fue casi una experiencia ascética, me digo con toda intención de engañarme.


sábado, 6 de febrero de 2010

Al estrado no llegaba más que la nata caliente de la respiración de los asistentes. P. estaba fuera de sí. Con la mirada puesta en el candelabro y la noche en el pensamiento, proyectaba una especie de consagrada magnanimidad entre quienes alcanzaban a verle de un poco más cerca. H. llevó la edición enorme de El viaje con la esperanza de conseguir un garabato en su primer hoja. Sabía que sería imposible decirle a esa soberana y extranjera presencia que le legase algún símbolo legible. Ninguno de los asistentes estaba capacitado para comunicarse con P. P. nos había dejado hacía relativamente poco, pero sabíamos que jamás sería posible hacerlo volver. Se ha ido de viaje, pensó amablemente H., pero, ¿a dónde? ¿Por qué no dejó dicho a dónde? Nadie se molestó en acercar o dar permiso de acercarse a ese pequeñuelo de H. Se fue sin siquiera estar cerca del aura magnánima del extranjero -que reía.

viernes, 5 de febrero de 2010




“Rue Gît-le-coeur… Rue Gît-le-coeur…” canta muy quedo la Desconocida bajo sus
lámparas, y esos son errores de su lengua de Extranjera.


St-John Perse

miércoles, 3 de febrero de 2010

Ayer, con motivo de rellenar un poco el vacío de mi tarde, quise encontrar aquel pasaje de pesadilla en Los enanos de Pinter. Leer de nuevo, cómo se supone se escucha el crepitar de la carne del rostro de la mujer que va cayendo a trozos hasta las lineas conductoras del metro. Eso fue en la tarde. En la noche tuve mi propio crepitar en el sueño: Un sol asfixiante, una obra negra y cuatro sujetos que me preguntaban qué demonios hacía ahí, mientras te contestaba una llamada en un teléfono que ni siquiera era mio, que ni siquiera era teléfono. Con espinas de pescado en la base la columna vertebral. (Vaya que Quignard tiene razón al señalar cuán corruptora de sentidos puede ser la lectura.)

martes, 2 de febrero de 2010

De por si no tengo maneras para relacionarme. De por sí suelo considerarme un hablador, un sustituto. Un muy inconcluso ejemplo de la realización. No puedo imaginar siquiera que alguien se interese en mí. ¿Por qué habrá de ser? Tal vez por que uso frases mentirosas con las que espero se me juzgue. Como en este mismo momento, recurro a mi lectura de la tarde de El hablador de Louis René Des Forêst. Ahora entiendo un poco de la carcajada somera que le sueltan en la cara a su personaje cuando tiene su segunda crisis de incontinencia, de perorata. No creo en mi. No tengo que precisarme más templanza. Soy un fiasco.

La literatura es una mentira. Yo soy una mentira. Una mentira que tiene conciencia de ser. Que inflama y corrompe. Una mentira que deja mal parado, enseñando las cartas. Ya de por sí una derrota.

sábado, 30 de enero de 2010

Cualquiera puede sonreír. Todos tenemos la facultad de suspirar en el ajetreo y resolver un momento de preocupación. No he visto a nadie que no lo haga por más trinchado que esté. Unos sonríen a la vida y esos, se dice, son los condenados. Hay también sonrisas desesperadas, arrobo del llanto reprimido. Hay sonrisas serenas y medidas, frecuentes en los salones donde suaves músicas acompañan al encuentro de extraños. Hay sonrisas graves y hoscas. Son casi las que procuran la vida de los brutales. Yo tengo una tía que rumora haber conocido el amor en brazos de un hosco. Maravilloso, dice recordando una sonrisa cariada.

No es que me guste pero he acostumbrado a mi mirada a no ver cuando recorro los pasajes del metro. No miro y no escucho más que aquellas luminiscencias que guían mis pasos acostumbrados. No miro y no escucho y menos si tiene que ver con alguna chica. Me fastidia el ronroneo celoso que despiden sabiéndose objeto de la atención popular. Poca atención también tiene para mi llevar un texto o algo de música en auriculares para sustraerme. Creo en la ligereza.

viernes, 29 de enero de 2010

Si de algo se puede estar seguro es que jamás se recuperará. Su vida consumida queda más patente que nunca. Sólo la desfortuna permite que sigan existiendo quienes miran en su andar un descuido perezoso.


Mi desesperación aminora un pasmo. Podría salir un momento a hacer una entrega. Saldría sólo si la voluntad del mundo se contuviera ante mis pasos. Tal vez lo haga, es domingo y día del advenimiento del Sr. Creo que ningún alma, por locuaz e inoportuna que se juzgue extrañamente emparentada con los tiempos ajustados a su medida, no siente el dedo custodio en la nuca. Tengo un momento de ligereza insuperable, podría moverme a mis anchas. Sólo espero no llamar la atención.

Ayer fui a tomarme una serie de fotografías. No es una costumbre que mantengo con decisión. Las requiero para un tramite burocrático. Por la pesadez que me caracteriza para realizar cualquier actividad dentro o fuera del hogar, diré que fue una conquista levantarme y llegar hasta el banquillo anónimo en aquel lugar. Nunca suelo realizar nada de manera conciente, así que no me sorprendió encontrarme siendo simpático con una no menos amable señora. La cháchara común de lugares en donde se cree puede guardarse el privilegio de la memoria. Quise recordar la pequeña y barroca narración que Michon hace de Beckett apuntado con el objetivo del turco Lufti Özkök. Quise hacer un comentario breve ante la Sra. Nada de ello pudo formularse. Tal vez sólo fue que reconocí mi atrevimiento como innecesario.

miércoles, 27 de enero de 2010

Las hormigas merodean mi escritorio. No menos de una decena ha cedido frágilmente entre mis dedos. Hace tres días que no recojo los trastos que utilizo y acerco hasta frente del computador, es por ello que sus diligentes rondas no disminuyen ni ante mis feroces desplantes. Me gusta la pantalla. Creo que he olvidado las posibilidades que existen fuera. Mi mente se ha ablandado.

Con cierta gracia pido otro café. Nadie puede traérmelo. No hay nadie que pueda traerlo. No importa. Lo pido aún sabiendo que nada tiene que ocurrir. Hay un cuerpo etéreo y grácil que me ronda y anima. Sin descaro sé que sólo se burla. Ha rosado mis pocas barbas. Ha tocado mi marchito sexo. Se enrolla en mi lengua cuando bostezo. Se diría que induce al encanto. Se diría que tiene palabras que atormentan y desangran, se diría que es un placer escucharlas.

No seré el que protagoniza. No sé escucharlas. Mi mente sabe disfrutar el letargo al que le induce la pantalla. Sabe que todo lo que piensa no es más que un producto malogrado de ese aletargamiento. Sabe que todo lo que se dice lo ha encontrado en algún lugar de frente a la pantalla. No lo recuerda pues no prestaba la suficiente atención. No presta atención pues está adormecida bajo los influjos de esa luz mortecina. Piensa que recuerda un oscuro sueño.



martes, 24 de noviembre de 2009

Realeza Lunática

Mi cadalso no tiene público, ni mucho menos anfitrión. Mi cadalso sólo tiene por verdugo a mi sombra. En mi cadalso las únicas indicaciones hechas por mí y para mi muerte, han quedado grabadas en madera. Se borraran en no mucho tiempo, pues es madera corriente. El frente por donde habrán de elevarse mis pies da hacia una noche amodorrada con los destellos de la luna de una belleza incomparable. Dejan de sorber el aire pues me llevan consigo. Me llevan en sus brazos. Me llevan convertidos en una morena de miembros ágiles y suaves. Me lleva y me ama. Me lleva y lo amo. Me lleva y me deja y se desvanece. Me deja en el campo de atracción de la luna, en donde ya me esperan abigarrados en grandes ropajes, la realeza lunática.

De la necedad de sentirse ser otro


El agua para café no alcanzó a hervir. Hace dos meses que no pago ni gas ni agua, así que no me sorprende ver la flama cediendo apenas he vertido el asiento del último galón que compré. En el televisor transmiten una pelea de campeonato. Se lleva a cabo a una hora de distancia, en la colonia Polanco. Prefiero la comodidad de mi escritorio y la intimidad de mi computadora portátil. Al decidir dejar el cuarto que doña Susana me rentaba, no tenía en mente que cada sobre mensual para recordarme los pagos podía irse olvidando. Si alguna vez me sentí valiente en la vida fue la ocasión en que recordé mi trato con los bancos y su obstinada insistencia a encontrarme donde me habían dejado. No necesito sentirme valiente para afrontar la vida. No necesito dar direcciones para que me encuentren.

A pocos les permito conocerme, y esos pocos ni siquiera están vivos. Algunos de ellos son encuadernaciones olvidadas sin rastro alguno de humanidad. Para mí, muchos de ellos no son más que las historias que se contaron. Algunos más son series de ideas que no dejan de precipitarse en el abismo, aún cuando son llevadas a la imprenta en ediciones que les agrupan tan compactamente, tratando de ocupar todos los espacios disponibles y que a final de cuentas sólo parece dejar claro su estado vulnerable. En ninguno de ellos he puesto algún tipo de señalización o subrayado; sé lo que cada uno representa y su contenido. No quisiera que su estancia se convirtiera en un cerco paranoico. Me conformo con recordar, muchas de las veces, nada en particular.


De una cosa estoy lo bastante seguro y no temo declararla: mi vida es inútil. Nada puede cambiar ese ínfimo aspecto.

Una bufada es proponerse ser escritor. Más teniendo en cuenta el proceso descenditivo al que deberás someterte.
Estos son algunos de los puntos más bufonescos de los que he tenido conciencia y, creo, los más superficiales:
El primer punto y bastante más importante que tu calidad literaria es tener una libreta de notas. No una libreta cualquiera en donde vaciar tu luz para el mundo. No. Una libreta apta no es otra que una Moleskine. Una mentira es usarla sin desear convertirte en un personaje de culto, por lo menos para ti.
Otra de las tareas que asume quien necesita ser escritor, es platicar del proceso de creación. A lo mejor, esa necesidad es sólo la de ser escuchado antes que de conversar. Escuchar cómo los demás te escuchan, mirar sus caras ante tus palabras, escuchar las modulaciones y los giros que tu voz adquiere al exponer tu luz. Esa es una de las prontas verdades a las que el escritor contemporáneo debe acostumbrarse.
Seguramente, si me propusiera escribir algunas de las penurias por las que debe pasar aquél interesado en el oficio de la escritura, no podría sino dar ideas de flagelación. Por qué no sólo dejar dicho: ten una vida singular, a como sea posible. Aquel marginado, siempre aislándose y con el temor de poder participar activamente en la vida, podría preguntarse: ¿Qué de extraordinarias tienen mis tardes llenas de bochornos, cereales y almorranas? Respuesta fácil. Ninguna. La verdadera singularidad de la vida no está en lo que “vivimos”, la vida siempre puede encontrarse en otro lugar, sino lo creen pregúntenselo a Céline o a Wilde. Poco a poco, lo interno se apodera del exterior y, antes de darte cuenta, una fina capa de peculiaridad cubre tu cuerpo. Aún no lo notas, los demás sólo la perciben como arrogancia pero, puede ayudarte a cambiar, a salir completamente del destino develado que era tu vida.

lunes, 30 de junio de 2008

Armonía deambulatoria (Aun muy inconcluso)

Anoche llegué a una biblioteca en donde los libros pueden mutar en lo que sea que el inspirado visitante desee. En mi visita logré encontrar un ejemplar inédito del excelente escritor japonés: Kenzaburo Oé, el cual he guardado como tesoro imposible vagabundeando por la ciudad en la que se ubicaba la biblioteca. Fue un arribo extraño y obsceno pues el ambiente del terreno hacia pensar en la vileza como medida de seguridad, de protección. Una vez dentro el aceptar ser infectado fungía como peaje, como cuota por asistir a un espelúznate momento en la vida humana.

Para poder tener acceso a la villa temía haber tenido que pagar con mi memoria; apenas estuve fuera de mi ciudad, presencié que no podía cerciorar que algo pudo pasarme antes de aquel momento. La verdad es que sólo recuerdo que para entrar tuvimos que tomar una camioneta y que viajando un par de horas en la parte posterior de ella, una señal nos avisó estar entrando en su poderío. La señal fue dada en un comentario del conductor de la camioneta, quien habría de juzgar oportuno recomendarnos prudencia en nuestra visita. A su vez también nos informó sobre a quién esperar que nos condujera dentro, pues él sólo se detendría un segundo y arrancaría.
Su recorrido fue algo más que veloz, y su huida aún mayor. Nos dejó en un camino poco común: era un muelle en extremo estrecho, al que había entrado desviándose de la carretera y en el que no cabía más que lo ancho del vehículo. La carretera la he olvidado y lo poco que permanece en mi memoria es sólo el momento en que la camioneta dejó el muelle y entró en el camino que a penas se dibujaba.
Al muelle llegamos a una velocidad desconcertante, como si el chofer quisiera enterrarnos de una vez y por todas en el fondo del lago que se adivinaba de frente, en las sombras. Aunque, fuera de todo lo previsto, la camioneta se detuvo, nunca estuve seguro de haber dejado atrás la presencia del conductor, a quien no volví a ver jamás. Según él debíamos salir del muelle y reanudar por la carretera; ya sobre la carretera, comprendí por que no podía dejarnos más allá: una espesa capa de niebla cubría el recorrido siguiente.
Según el mismo conductor, seríamos acompañados por una viejecita al momento de cruzar la cortina de niebla; cuál fuera mi sorpresa al descubrir que la anciana no medía más de un metro y se tambaleaba como borracha. Era una pequeña niña, malograda y envejecida, que siendo abandonada había tenido que pepenar para comer y dormir donde podía: su desequilibrio era visible todo el tiempo. Al no tener ya oportunidad ni mucho menos el recuerdo de lo que me traía hasta aquí, opté por resignarme y consentir la idea de develar lo que fuera que existiese ahí dentro, en mi sueño.
Recuerdo que la ansiedad que sentí en presencia de la viejecilla no cedió ni cuando ésta se esfumó, todo lo contrario, creo que mi instinto estaba cada vez más excitado en presencia de ésta ciudad vacía y sucia en la que corría el rumor de la tempestad. Seguramente ningún extranjero habría puesto un pie en aquel lugar por lo menos en algunas décadas, en ese lugar donde la calma convergía con la desesperación como si la ciudad intentase decir que la gresca por la que sus calles se volvieron inhabitables aún resonaba, como si los gritos de una violenta disputa continuaran reahondando el espacio dejando el aire cada vez más comprimido. Fuimos llevados a hasta el mismo centro de la ciudad por una viejecilla cabizbaja y quejumbrosa. El centro estaba constituido por lo que habría de ser el palacio de gobierno, una catedral y una plaza comercial, a todas luces abandonado todo aquello. Los edificios rodeaban un pequeña plazuela como en cualquier pequeño poblado del país; el palacio tenían un ancho frente aún imponente debido a la decoración con motivos de bélicos entre prehispánicos y conquistadores. Una terraza al centro dominaba el inmueble. A un costado, entre el palacio y la plaza comenzaba una calle con el nombre de Florentino Rosas y ya en ella se distinguía un viejo edificio, el único iluminado. Nos acercamos hasta él y fue fácil distinguir que se trataba de una biblioteca, pues el olor a polvo y hojas impresas me ha sido siempre tan familiar. La viejecilla desapareció cuando aún no distinguíamos los edificios que se levantaban en el centro, y aunque el paraje ya lucía condenadamente extraño, no reparamos en su ausencia.
Al tiempo de que entraba en la biblioteca mis preocupaciones atmosféricas se conciliaba y la extrañeza con que se me presentaba aquel recinto de las letras hacía crecer una paranoica conciencia que, a cada paso, se volvía insoportablemente veraz. Detrás de las mesas y las paredes cubiertas de estantes en donde los libros se empolvaban, esta conciencia previsora me decía que mis pasos eran resguardados no sólo por presencias grotescas y viles como la de aquella viejecilla a quien creía única habitante de la ciudad, sino que podía adivinar -como en un estado de ultrasensibilidad- una vida intensa e inteligente que seguía mis pasos. La hazaña comenzó cuando en vez de acercarme a los estantes alineados y visiblemente reservados para los visitantes, opté por aquellas mesas en donde en vez de encontrar los ejemplares alineados y ordenados por géneros o por autor, me encontré frente a montañas de letras inciertas que parecían resonar a voz en grito -tal vez ellas mismas provocando el malestar del ambiente-, rezumantes diluyéndose en su amarga concepción. ¿Para qué habrán de existir las letras en una ciudad como aquella donde se les vedaba la posibilidad de contacto con la vida? ¿Para qué existían las letra sino para ser leídas, acotadas y puestas en práctica medianamente entendidas por aquellas vidas en aprendizaje que solían ser las visitantes de esos modos encuadernados? Un desperdicio, me dije y me decían aquellos ejemplares que parecían (querer) saltarme a la cara con la intensión de dañarme, como una medida desesperada, una última manera para llamar la atención sobre si mismas. Al mismo tiempo que mi conciencia de ser observado desde los más imposibles rincones de las habitaciones que guardaban a aquellos ejemplares, pude comenzar a hurgar con manos temblorosas aquel hallazgo inaudito, siempre con el temor de ser agredido por los ejemplares. Como un niño encantado por una melodía extravagante, jovial pero huraña, recorrí, con manos celosas al tacto, las encuadernaciones y paginas de los más variados títulos de la infortunada colección. Un avaro terror me hizo pensar en el destino de todas esas dolientes millones de paginas y, con los nervios en excitación plena, me dispuse a escoger alguno de los títulos con la idea de rescatarlo de su enclaustramiento. No fue tarea fácil pues aceptar cuál de aquellos pensamientos geniales debía ser salvado de la inanición requería de una capacidad de discernimiento mayor a la que mi intelecto habíase acostumbrado. Mediante la resolución lógica que resta a los faltantes fue como pude abrirme un poco el camino dentro de aquella imposibilitada selva de las lenguas, aunque, créanme, ningún titulo faltaba, era como si mi noción de la existencia se viera nutrida primero por la semblanza y luego por la constancia de los más imposibles razonamientos llevados por las plumas de millones de generaciones hasta mi ingrávida presencia que nada pertenecía ya a si. Al momento sabía cómo traducir las más singulares lenguas y también al momento mi superstición y paranoia crecían con la identificación no sólo de sonidos, sino, cada vez sintiéndome más acorralado, por la certeza de que el movimiento deliberado comenzaba a cercarme alrededor, de que se estaba confabulando en derredor y que ya había caído en una emboscada de la que no sabía si era presa o sólo prisionero.

A su tiempo le descubrí; no era la presencia rapaz que creía, pero si la integridad mental que instintivamente se distinguía en su estratégica desenvoltura. Altura media o más bien escasa. Expectativa de vida nula y un gran acertado sentimiento de desolación ante el cual comencé a sentir asco mezclado con avaricia por saber quién era. Los rasgos faciales de un mongol o tártaro guerrero. Poder espiritual refinado del que podía esperarse un halago o una muestra de violencia inusitada. Su vestir era con prendas desgarradas y sucias, como si jamás hubiera quitádose todo aquello, ni aún después de los peores enfrentamientos; todo lo contrario, como si después de sus batallas desvistiera a sus oponentes y conservara los despojos como recompensa a su victoria. Juzgué que su aparición no era oportuna ya que había adquirido un estado de concentración considerable y comenzaba a tener control sobre mi percepción. Las miradas que me concedía no podían hacer pensar en amabilidad o alguna muestra de atención, de respeto. Su mirar parecía estar desenfocado, parecía mirar no sólo mi contorno sino también dentro y en derredor de mi[1]. Una vez que hubo terminado con su inspección, salió completamente de la rendija desde donde alargaba sus entumidos miembros. Se dignó en acercarse hasta la temerosa masa de órganos en la que me había convertido y lanzando un pequeño movimiento de su mano pudo lograr hacer salir un ejemplar del montón en el escritorio que tenía de frente. El ejemplar salió por fuerza y gravitó una fracción de segundo ante los dos antes de ser entregado no sin autoridad en mis manos. Sus ojos parecían no haber seguido la trayectoria del ejemplar, ya que al consentirle una mirada con el libro en mis manos, pude notar que no dejaba de ver mi rostro y todo aquello que pudiera estar significando para él mi corporeidad y esencia. La aspereza de la encuadernación tentó a mi voluntad a aventar, a hacer volar ese ejemplar, más una leve noción de comportamiento ante él me evitó un primer mal entendido. Tuve que aceptar las reglas básicas de relación que él me proponía con fuerza. Cuando aceptó mi sencilla declaración a aceptar sus condiciones me indicó que abriera el ejemplar. Dentro, en la segunda hoja, en caracteres antiguos, como radicado desde siempre en una versión imposible, inimaginable u olvidado por mi conciencia, estaba el nombre de Kenzaburo Oé y debajo el titulo: Flores, cumbres y sueños peregrinos: las veredas omitidas de los insanos. Ahogué una queja, motivada más por asombro que por algún ciego reparo hacia mi anfitrión. La desesperación que antes había distinguido en los ejemplares parecía haber menguado y hacía más soportable mi presencia en medio de todas aquellas salas atestadas de impresiones y encuadernaciones y polvo. Todo dejó de pulular y me aceptó como huésped desconocido pero esperado. Anoche. Anoche.

Anoche mismo probé la capacidad del libro de mutar. En él hube de encontrar la fortuna de la imaginación, auque yo preferiría poder creer que los tiempos a los que sirve este deseo están de paso y que de ellos se ha de partir en busca de la consolidación del presente que ahora es futuro.


II

Capaz que si permanezco un minuto más en aquel lugar me desvanezco como aquella deschavetada viejecilla. Una fortuna fue entrar, entrar aún sin conocimiento del porqué, sin la posibilidad de entender bien a bien qué puede esperarse de un lugar enfebrecido, pero con la conciencia de que el lugar está minado por la misma presencia del pensamiento que, celoso, se resguarda. Una vereda intransitable para los bajos de voluntad, para los menesterosos e irascibles tiempos hípermodernos, en los que poco sabida es la capacidad de originalidad y presunción, adecuada sólo para la calidad originatoria.
Capaz, no me creí capaz de salir por propia decisión y mucho menos por temor a perder toda conciencia de los frutos aprendidos, sino que una fuerza, tal vez aquella que conciente que la vida dé lo mejor de sí en momentos de inestabilidad y búsqueda, aquella que hace preparar la cooperación de individuo a individuo en la concentración de los recursos de una generación, me dejó fuera, como al extraño que se aloja por lástima y se corre por hartazgo. ¿Alguna vez han dejado que la noche los invada y que su poder sustractor obtenga de ustedes la vitalidad necesaria para exponer sus ideales y promesas? ¿Algún mejor lugar puede desearse dentro del cobijo de la noche, en las sombras de la noche que ocultan y a la vez quebrantan la armonía con la que crece la presunta continuidad de la luz?


III

Jugando a perderme en mi extravío comprendí que sería imposible salir de aquel lugar. La lluvia comenzó a azotar y el día se demoraba más de lo que mi aletargada conciencia podía preveer. Mirando el edificio del que acababa de ser ahuyentado pude descubrir que Rodika aún me esperaba fuera. La había dejado en mi inmersión en la biblioteca no por orden mía, sino que al encontrarnos de frente al edificio a ella pareció nublársele la conciencia y prefirió no entrar. La única verdad es que la había olvidado, que su existencia me parecía sólo una sombra informe de la realidad abandonada en mi inmersión a la ciudad. Rodika se encontraba mal, su cuerpo era todo nervios alterados; el frió y el agua la habían sobrepasado y parecía estar teniendo ataques espasmódicos hipotérmicos, tosía de manera preocupante y estaba alucinando. Cuando me acerque hasta ella sus únicas palabras parecen no haber estado dirigidas hacia mi, sino hacia algo que en ese momento apenas adivinaba pero que marcaría nuestra estancia en el lugar.
Me encargué de protegerla, de tratar de alejar los fantasmas de la muerte que, según ella, la asediaban. Nos encaramamos bajo un techo cercano y poco entendí de su conducta que parecía salir con dificultad de su afección. Le cubrí su espalda con una de las bolsas térmicas que llevaba y comencé a desnudarla. Al tirar a un lado las prendas que hasta unos momentos había ocupado, éstas parecían estar siendo diluidas por la corriente. Nos olvidamos de ellas y el agua se las llevó. Como si fuera de esperarse, al terminar de secar y vestirla nuevamente pareció recuperar cordura, levantó la mirada y sonrió con aquellos sus ojos pequeños y sus labios delgados y pálidos. Su sorpresa no dejaba lugar a dudas: acababa de vencer la muerte, (no esa muerte conocida y común al mundo real sino) aquella muerte difícil y voraz de la que poco o nada sabemos y de la que es imposible escapar, pues el territorio nos ha absorbido y su ley ahora nos gobierna.
Bajo el resguardo de el techo dimos cuenta de que nada es más sobrecogedor que la misma lluvia torrencial al caer; la lluvia con su potencial desahogo, con su furia devastadora e indiferente. Nos abrazamos y dejamos que a su manera aquello nos devorase.
Tomé el poco de aliento que me quedaba, distendí mi pesar y serené mi alma: toqué a Kenzaburo Oé y me dispuse a navegar.


[1] Dando pie a su amabilidad repentina pude constatar que no miraba sólo mi pensar y sentimientos, sino que también podía darse cuenta de los estados de mi animo a través de las esencias que mi cuerpo liberaba, de las excrecencias anímicas -como él las llamaba- que detallaban una estela en derredor de cada persona, distinguibles como halos de tonalidades y consistencias discernibles. Una manera de saber las capacidades del otro era observar la maleabilidad de esos halos en presencia de peligro y, según esto, mis capacidades hablaban de un sujeto con posibilidades de aprendizaje y comprensión.

martes, 3 de junio de 2008

día luna

los has visto alguna vez por la calle?
es cierto que si te acercas hasta una distancia considerable pueden conseguir todo lo que quieran de ti?

pues esta noche me topé con uno de ellos, y puedes creerlo, no tenía idea de cuán fácil es atraparlos...

me acerqué y lo toqué, así nada más, como quien toca al ser deseado, al ser esperado...

se alegró, quiso saber de mí, y no tuve más que decir ciertas frases inconexas para saber que podía hacerse una idea bastante concisa de lo que era.

me alegré y se rió, se rió como se ríen los ligeros de espíritu, como aquellos que han logrado subvertir la capacidad de permanencia, como quien ha logrado explorar los rincones de la nada y regresar para gozar el suplicio de existir...

lo empaqué y me lo traje a casa...
estoy seguro que lo envolví bien...

a estas horas no lo encuentro, es posible que en un descuido de mi transitar hacia la casa se haya escapado, pero no puedo resignarme a no volver a verlo, por favor, ayúdenme a encontrarlo, a darle el hogar que se merece, a hacerle sentir calor de hogar y la confianza de familia.