lunes, 22 de febrero de 2010

Odio que suene el teléfono. Tanto como cuando no deseo ser recibido. Tal es mi preocupación cuando suena. Siempre es mal presagio. Cualquiera podría recomendar desconectarlo o cancelar la línea. No obstante, nunca he podido dejar de pagarlo. Creo que mi terror ha nacido a partir de una serie de llamadas extrañas. De ninguna manera las atribuyo al azar. Siempre sé distinguir el sonido alterado de su particularidad. Aún siendo que las identifico, tengo que atenderlas. A ninguna le he regalo una pizca de mi voz. Sólo escucho aquella inalterable respiración que aguza detrás de mis ojos y que espera le alabe. Puede que sea sólo un síntoma de mi enclaustramiento. Podría suceder que ni siquiera existan llamadas, teléfono y malos presagios. Aún así, he pedido a la compañía me ayude a localizar el número y la identidad de quién supongo me molesta. No pienso visitarle, sino estar en condición de molestarlo de la misma manera. Me supongo, al pensar en tener la oportunidad de contactarlo, que la compañía comenzó con esa interminable red de llamadas ciegas y mudas y que todo ello no es más que una campaña desesperada antes de su bancarrota.

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