Anoche llegué a una biblioteca en donde los libros pueden mutar en lo que sea que el inspirado visitante desee. En mi visita logré encontrar un ejemplar inédito del excelente escritor japonés: Kenzaburo Oé, el cual he guardado como tesoro imposible vagabundeando por la ciudad en la que se ubicaba la biblioteca. Fue un arribo extraño y obsceno pues el ambiente del terreno hacia pensar en la vileza como medida de seguridad, de protección. Una vez dentro el aceptar ser infectado fungía como peaje, como cuota por asistir a un espelúznate momento en la vida humana.
Para poder tener acceso a la villa temía haber tenido que pagar con mi memoria; apenas estuve fuera de mi ciudad, presencié que no podía cerciorar que algo pudo pasarme antes de aquel momento. La verdad es que sólo recuerdo que para entrar tuvimos que tomar una camioneta y que viajando un par de horas en la parte posterior de ella, una señal nos avisó estar entrando en su poderío. La señal fue dada en un comentario del conductor de la camioneta, quien habría de juzgar oportuno recomendarnos prudencia en nuestra visita. A su vez también nos informó sobre a quién esperar que nos condujera dentro, pues él sólo se detendría un segundo y arrancaría.
Su recorrido fue algo más que veloz, y su huida aún mayor. Nos dejó en un camino poco común: era un muelle en extremo estrecho, al que había entrado desviándose de la carretera y en el que no cabía más que lo ancho del vehículo. La carretera la he olvidado y lo poco que permanece en mi memoria es sólo el momento en que la camioneta dejó el muelle y entró en el camino que a penas se dibujaba.
Al muelle llegamos a una velocidad desconcertante, como si el chofer quisiera enterrarnos de una vez y por todas en el fondo del lago que se adivinaba de frente, en las sombras. Aunque, fuera de todo lo previsto, la camioneta se detuvo, nunca estuve seguro de haber dejado atrás la presencia del conductor, a quien no volví a ver jamás. Según él debíamos salir del muelle y reanudar por la carretera; ya sobre la carretera, comprendí por que no podía dejarnos más allá: una espesa capa de niebla cubría el recorrido siguiente.
Según el mismo conductor, seríamos acompañados por una viejecita al momento de cruzar la cortina de niebla; cuál fuera mi sorpresa al descubrir que la anciana no medía más de un metro y se tambaleaba como borracha. Era una pequeña niña, malograda y envejecida, que siendo abandonada había tenido que pepenar para comer y dormir donde podía: su desequilibrio era visible todo el tiempo. Al no tener ya oportunidad ni mucho menos el recuerdo de lo que me traía hasta aquí, opté por resignarme y consentir la idea de develar lo que fuera que existiese ahí dentro, en mi sueño.
Recuerdo que la ansiedad que sentí en presencia de la viejecilla no cedió ni cuando ésta se esfumó, todo lo contrario, creo que mi instinto estaba cada vez más excitado en presencia de ésta ciudad vacía y sucia en la que corría el rumor de la tempestad. Seguramente ningún extranjero habría puesto un pie en aquel lugar por lo menos en algunas décadas, en ese lugar donde la calma convergía con la desesperación como si la ciudad intentase decir que la gresca por la que sus calles se volvieron inhabitables aún resonaba, como si los gritos de una violenta disputa continuaran reahondando el espacio dejando el aire cada vez más comprimido. Fuimos llevados a hasta el mismo centro de la ciudad por una viejecilla cabizbaja y quejumbrosa. El centro estaba constituido por lo que habría de ser el palacio de gobierno, una catedral y una plaza comercial, a todas luces abandonado todo aquello. Los edificios rodeaban un pequeña plazuela como en cualquier pequeño poblado del país; el palacio tenían un ancho frente aún imponente debido a la decoración con motivos de bélicos entre prehispánicos y conquistadores. Una terraza al centro dominaba el inmueble. A un costado, entre el palacio y la plaza comenzaba una calle con el nombre de Florentino Rosas y ya en ella se distinguía un viejo edificio, el único iluminado. Nos acercamos hasta él y fue fácil distinguir que se trataba de una biblioteca, pues el olor a polvo y hojas impresas me ha sido siempre tan familiar. La viejecilla desapareció cuando aún no distinguíamos los edificios que se levantaban en el centro, y aunque el paraje ya lucía condenadamente extraño, no reparamos en su ausencia.
Al tiempo de que entraba en la biblioteca mis preocupaciones atmosféricas se conciliaba y la extrañeza con que se me presentaba aquel recinto de las letras hacía crecer una paranoica conciencia que, a cada paso, se volvía insoportablemente veraz. Detrás de las mesas y las paredes cubiertas de estantes en donde los libros se empolvaban, esta conciencia previsora me decía que mis pasos eran resguardados no sólo por presencias grotescas y viles como la de aquella viejecilla a quien creía única habitante de la ciudad, sino que podía adivinar -como en un estado de ultrasensibilidad- una vida intensa e inteligente que seguía mis pasos. La hazaña comenzó cuando en vez de acercarme a los estantes alineados y visiblemente reservados para los visitantes, opté por aquellas mesas en donde en vez de encontrar los ejemplares alineados y ordenados por géneros o por autor, me encontré frente a montañas de letras inciertas que parecían resonar a voz en grito -tal vez ellas mismas provocando el malestar del ambiente-, rezumantes diluyéndose en su amarga concepción. ¿Para qué habrán de existir las letras en una ciudad como aquella donde se les vedaba la posibilidad de contacto con la vida? ¿Para qué existían las letra sino para ser leídas, acotadas y puestas en práctica medianamente entendidas por aquellas vidas en aprendizaje que solían ser las visitantes de esos modos encuadernados? Un desperdicio, me dije y me decían aquellos ejemplares que parecían (querer) saltarme a la cara con la intensión de dañarme, como una medida desesperada, una última manera para llamar la atención sobre si mismas. Al mismo tiempo que mi conciencia de ser observado desde los más imposibles rincones de las habitaciones que guardaban a aquellos ejemplares, pude comenzar a hurgar con manos temblorosas aquel hallazgo inaudito, siempre con el temor de ser agredido por los ejemplares. Como un niño encantado por una melodía extravagante, jovial pero huraña, recorrí, con manos celosas al tacto, las encuadernaciones y paginas de los más variados títulos de la infortunada colección. Un avaro terror me hizo pensar en el destino de todas esas dolientes millones de paginas y, con los nervios en excitación plena, me dispuse a escoger alguno de los títulos con la idea de rescatarlo de su enclaustramiento. No fue tarea fácil pues aceptar cuál de aquellos pensamientos geniales debía ser salvado de la inanición requería de una capacidad de discernimiento mayor a la que mi intelecto habíase acostumbrado. Mediante la resolución lógica que resta a los faltantes fue como pude abrirme un poco el camino dentro de aquella imposibilitada selva de las lenguas, aunque, créanme, ningún titulo faltaba, era como si mi noción de la existencia se viera nutrida primero por la semblanza y luego por la constancia de los más imposibles razonamientos llevados por las plumas de millones de generaciones hasta mi ingrávida presencia que nada pertenecía ya a si. Al momento sabía cómo traducir las más singulares lenguas y también al momento mi superstición y paranoia crecían con la identificación no sólo de sonidos, sino, cada vez sintiéndome más acorralado, por la certeza de que el movimiento deliberado comenzaba a cercarme alrededor, de que se estaba confabulando en derredor y que ya había caído en una emboscada de la que no sabía si era presa o sólo prisionero.
A su tiempo le descubrí; no era la presencia rapaz que creía, pero si la integridad mental que instintivamente se distinguía en su estratégica desenvoltura. Altura media o más bien escasa. Expectativa de vida nula y un gran acertado sentimiento de desolación ante el cual comencé a sentir asco mezclado con avaricia por saber quién era. Los rasgos faciales de un mongol o tártaro guerrero. Poder espiritual refinado del que podía esperarse un halago o una muestra de violencia inusitada. Su vestir era con prendas desgarradas y sucias, como si jamás hubiera quitádose todo aquello, ni aún después de los peores enfrentamientos; todo lo contrario, como si después de sus batallas desvistiera a sus oponentes y conservara los despojos como recompensa a su victoria. Juzgué que su aparición no era oportuna ya que había adquirido un estado de concentración considerable y comenzaba a tener control sobre mi percepción. Las miradas que me concedía no podían hacer pensar en amabilidad o alguna muestra de atención, de respeto. Su mirar parecía estar desenfocado, parecía mirar no sólo mi contorno sino también dentro y en derredor de mi[1]. Una vez que hubo terminado con su inspección, salió completamente de la rendija desde donde alargaba sus entumidos miembros. Se dignó en acercarse hasta la temerosa masa de órganos en la que me había convertido y lanzando un pequeño movimiento de su mano pudo lograr hacer salir un ejemplar del montón en el escritorio que tenía de frente. El ejemplar salió por fuerza y gravitó una fracción de segundo ante los dos antes de ser entregado no sin autoridad en mis manos. Sus ojos parecían no haber seguido la trayectoria del ejemplar, ya que al consentirle una mirada con el libro en mis manos, pude notar que no dejaba de ver mi rostro y todo aquello que pudiera estar significando para él mi corporeidad y esencia. La aspereza de la encuadernación tentó a mi voluntad a aventar, a hacer volar ese ejemplar, más una leve noción de comportamiento ante él me evitó un primer mal entendido. Tuve que aceptar las reglas básicas de relación que él me proponía con fuerza. Cuando aceptó mi sencilla declaración a aceptar sus condiciones me indicó que abriera el ejemplar. Dentro, en la segunda hoja, en caracteres antiguos, como radicado desde siempre en una versión imposible, inimaginable u olvidado por mi conciencia, estaba el nombre de Kenzaburo Oé y debajo el titulo: Flores, cumbres y sueños peregrinos: las veredas omitidas de los insanos. Ahogué una queja, motivada más por asombro que por algún ciego reparo hacia mi anfitrión. La desesperación que antes había distinguido en los ejemplares parecía haber menguado y hacía más soportable mi presencia en medio de todas aquellas salas atestadas de impresiones y encuadernaciones y polvo. Todo dejó de pulular y me aceptó como huésped desconocido pero esperado. Anoche. Anoche.
Anoche mismo probé la capacidad del libro de mutar. En él hube de encontrar la fortuna de la imaginación, auque yo preferiría poder creer que los tiempos a los que sirve este deseo están de paso y que de ellos se ha de partir en busca de la consolidación del presente que ahora es futuro.
II
Capaz que si permanezco un minuto más en aquel lugar me desvanezco como aquella deschavetada viejecilla. Una fortuna fue entrar, entrar aún sin conocimiento del porqué, sin la posibilidad de entender bien a bien qué puede esperarse de un lugar enfebrecido, pero con la conciencia de que el lugar está minado por la misma presencia del pensamiento que, celoso, se resguarda. Una vereda intransitable para los bajos de voluntad, para los menesterosos e irascibles tiempos hípermodernos, en los que poco sabida es la capacidad de originalidad y presunción, adecuada sólo para la calidad originatoria.
Capaz, no me creí capaz de salir por propia decisión y mucho menos por temor a perder toda conciencia de los frutos aprendidos, sino que una fuerza, tal vez aquella que conciente que la vida dé lo mejor de sí en momentos de inestabilidad y búsqueda, aquella que hace preparar la cooperación de individuo a individuo en la concentración de los recursos de una generación, me dejó fuera, como al extraño que se aloja por lástima y se corre por hartazgo. ¿Alguna vez han dejado que la noche los invada y que su poder sustractor obtenga de ustedes la vitalidad necesaria para exponer sus ideales y promesas? ¿Algún mejor lugar puede desearse dentro del cobijo de la noche, en las sombras de la noche que ocultan y a la vez quebrantan la armonía con la que crece la presunta continuidad de la luz?
III
Jugando a perderme en mi extravío comprendí que sería imposible salir de aquel lugar. La lluvia comenzó a azotar y el día se demoraba más de lo que mi aletargada conciencia podía preveer. Mirando el edificio del que acababa de ser ahuyentado pude descubrir que Rodika aún me esperaba fuera. La había dejado en mi inmersión en la biblioteca no por orden mía, sino que al encontrarnos de frente al edificio a ella pareció nublársele la conciencia y prefirió no entrar. La única verdad es que la había olvidado, que su existencia me parecía sólo una sombra informe de la realidad abandonada en mi inmersión a la ciudad. Rodika se encontraba mal, su cuerpo era todo nervios alterados; el frió y el agua la habían sobrepasado y parecía estar teniendo ataques espasmódicos hipotérmicos, tosía de manera preocupante y estaba alucinando. Cuando me acerque hasta ella sus únicas palabras parecen no haber estado dirigidas hacia mi, sino hacia algo que en ese momento apenas adivinaba pero que marcaría nuestra estancia en el lugar.
Me encargué de protegerla, de tratar de alejar los fantasmas de la muerte que, según ella, la asediaban. Nos encaramamos bajo un techo cercano y poco entendí de su conducta que parecía salir con dificultad de su afección. Le cubrí su espalda con una de las bolsas térmicas que llevaba y comencé a desnudarla. Al tirar a un lado las prendas que hasta unos momentos había ocupado, éstas parecían estar siendo diluidas por la corriente. Nos olvidamos de ellas y el agua se las llevó. Como si fuera de esperarse, al terminar de secar y vestirla nuevamente pareció recuperar cordura, levantó la mirada y sonrió con aquellos sus ojos pequeños y sus labios delgados y pálidos. Su sorpresa no dejaba lugar a dudas: acababa de vencer la muerte, (no esa muerte conocida y común al mundo real sino) aquella muerte difícil y voraz de la que poco o nada sabemos y de la que es imposible escapar, pues el territorio nos ha absorbido y su ley ahora nos gobierna.
Bajo el resguardo de el techo dimos cuenta de que nada es más sobrecogedor que la misma lluvia torrencial al caer; la lluvia con su potencial desahogo, con su furia devastadora e indiferente. Nos abrazamos y dejamos que a su manera aquello nos devorase.
Tomé el poco de aliento que me quedaba, distendí mi pesar y serené mi alma: toqué a Kenzaburo Oé y me dispuse a navegar.
[1] Dando pie a su amabilidad repentina pude constatar que no miraba sólo mi pensar y sentimientos, sino que también podía darse cuenta de los estados de mi animo a través de las esencias que mi cuerpo liberaba, de las excrecencias anímicas -como él las llamaba- que detallaban una estela en derredor de cada persona, distinguibles como halos de tonalidades y consistencias discernibles. Una manera de saber las capacidades del otro era observar la maleabilidad de esos halos en presencia de peligro y, según esto, mis capacidades hablaban de un sujeto con posibilidades de aprendizaje y comprensión.
lunes, 30 de junio de 2008
martes, 3 de junio de 2008
día luna
los has visto alguna vez por la calle?
es cierto que si te acercas hasta una distancia considerable pueden conseguir todo lo que quieran de ti?
pues esta noche me topé con uno de ellos, y puedes creerlo, no tenía idea de cuán fácil es atraparlos...
me acerqué y lo toqué, así nada más, como quien toca al ser deseado, al ser esperado...
se alegró, quiso saber de mí, y no tuve más que decir ciertas frases inconexas para saber que podía hacerse una idea bastante concisa de lo que era.
me alegré y se rió, se rió como se ríen los ligeros de espíritu, como aquellos que han logrado subvertir la capacidad de permanencia, como quien ha logrado explorar los rincones de la nada y regresar para gozar el suplicio de existir...
lo empaqué y me lo traje a casa...
estoy seguro que lo envolví bien...
a estas horas no lo encuentro, es posible que en un descuido de mi transitar hacia la casa se haya escapado, pero no puedo resignarme a no volver a verlo, por favor, ayúdenme a encontrarlo, a darle el hogar que se merece, a hacerle sentir calor de hogar y la confianza de familia.
es cierto que si te acercas hasta una distancia considerable pueden conseguir todo lo que quieran de ti?
pues esta noche me topé con uno de ellos, y puedes creerlo, no tenía idea de cuán fácil es atraparlos...
me acerqué y lo toqué, así nada más, como quien toca al ser deseado, al ser esperado...
se alegró, quiso saber de mí, y no tuve más que decir ciertas frases inconexas para saber que podía hacerse una idea bastante concisa de lo que era.
me alegré y se rió, se rió como se ríen los ligeros de espíritu, como aquellos que han logrado subvertir la capacidad de permanencia, como quien ha logrado explorar los rincones de la nada y regresar para gozar el suplicio de existir...
lo empaqué y me lo traje a casa...
estoy seguro que lo envolví bien...
a estas horas no lo encuentro, es posible que en un descuido de mi transitar hacia la casa se haya escapado, pero no puedo resignarme a no volver a verlo, por favor, ayúdenme a encontrarlo, a darle el hogar que se merece, a hacerle sentir calor de hogar y la confianza de familia.
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